Los niños rebuscaban en los cajones del mueble del salón un cabo de vela para alumbrarse. Colocaron la velita en la palmatoria y la luz se desperezó iluminando la mesa. Era un día desapacible de invierno. La hora oscura que tanto temían. Su madre apenas les había hecho caso, afanada en algo mucho más importante que la tenía sobrecogida. Se pasaba las horas rezando a la Santa, pidiendo misericordia para su muchachito.
Juanín acurrucaba la cabeza entre las piernas. Tenía mucho miedo del monstruo que vivía en la oscuridad. Sentía sus manos invisibles cogiéndole por los pelos y podía ver su boca oscura que le sacaba la lengua. Tras el telón, que separaba el cuartito de los padres de la sala, se oía el trajinar de la bacinilla llenándose. La tos y la vomitona comenzaban de nuevo. Y el llanto imparable de Rafael, que lloraba en la cuna. Tenía mucha fiebre.
La madre llamó a Juanín, que, olvidando sus miedos por un breve instante, se atrevió a caminar. Miró con ternura el rostro de cera de su hermano, al lado de la estampa de la virgen. Y se acercó hacia la cuna. Desde la noche anterior, Rafael no paraba de gemir. Se le veía demacrado, con los ojitos hundidos en su carita mojada. Le tocó la frente, como lo veía hacer a su madre, cada vez que tastaba con sus dedos fríos la corriente salada de sus ojitos. La madre siguió limpiándole la boquita, reseca por las flemas y la fiebre. El chiquillo agradeció con su mirada las caricias y pareció, por un instante, descansar.
—Anda, coge el paraguas y vete a casa de don Luis.
Juanín asintió tembloroso, se puso el viejo impermeables de su padre y salió a la calle.
El viento trajo el perfume de la tormenta y la lluvia comenzó a caer sobre los tejados, llenando de sucios lamparones la calle. Apenas tuvo tiempo de ver como el reloj de la torre colmaba los últimos segundos de la tarde. Corría apresurado. Las sandalias resbalaban sobre el barro, pero él se resistía a caer saltando los charcos a zancadas. No había nadie deambulando bajo la tormenta. Las ventanas de la calle permanecían cubiertas con los pálidos visillos, tras los que se asomaban algunos ojos curiosos. Un crujido le hizo detenerse. El canalón, a rebosar, se ladeo soltando de golpe su cosecha de agua. Corrió para esquivar el caudal de agua que cortaba la calleja y ansioso, buscó el caserón donde estaba la consulta; bajo el viejo paraguas se calaba.
Un rayo iluminó por unos segundos la torre del reloj. Juanín se detuvo a mirarlo. Le latía acelerado el corazón. No dejaba de pensar en su hermanito. No eran ni las seis y ya era noche cerrada. Las sombras tan temidas volvieron a cercarle. Y el miedo le acarició la nuca con sus dedos empapados.
Después de mucho correr encontró lo que buscaba. Una casa grande, con seis ventanas y un balcón corrido, se elevaba como una fortaleza en la esquina de la calle.
Llamó, golpeando con fuerza la mano de cobre sobre el gran portalón. La casa le respondió con un eco angustioso. Una mujer, vela en mano, salió a recibirle. Detrás de ella se extendía un oscuro pasillo, lleno de cuadros e imágenes de santos. Juanín reculó receloso. Nunca había entrado en la casa del médico.
— ¿Qué haces aquí, criatura? ¡Y con este tiempo! ¡Pero si estás tiritando!
La mujer se compadeció de él. Le hizo pasar a la salita de espera y le dio un trapo para que se secara la cara.
— ¿No quieres algo caliente para entonarte?, tengo manzanilla recién hecha, te calentará las tripas.
El niño se dejó mimar. Y recordó de pronto el motivo de su visita.
—Mi hermanito pequeño se ha puesto malo.
La mujer le miró con paciencia. Eran muchos los que hasta allí se llegaban. La gripe este año estaba acabando con muchos pequeños. Le acarició la frente y le dijo que el doctor no estaba. Un mal parto le detenía en una de las casas del barrio de La Charca.
Juanín no podía esperarlo. Tendría que ir a buscarlo hasta allí. Su madre le había encomendado que le llevara a su casa.
Volvió a la calle. A las sombras de las lámparas fundidas. Al agua que a rachas le mojaba la cara y le hacía temblar.
Al doblar una calleja, la luz de un coche le deslumbró con sus faros. Parecía un fantasma corriendo bajo el aguacero. No podía más. Jadeante, se apoyó contra una pared.
La calle iba toda llenita de agua, arrastrando papeles y hojas que cegaban las rejillas de los desagües.
Por fin encontró la casa. Dentro, gritos y llantos. Y ya el doctor que regresaba, serio, resignado, agotado.
— ¿Qué ocurre, Juanín?
—El niño, que está malito.
El doctor le cogió de la mano. Y le miró. No podía regresar al refugio de su casa todavía. A don Luis le pesaban los años. Un eterno cansancio se había ido apoderando de su cuerpo. Le dolían los huesos y la artrosis le cobraba factura cada día de lluvia. Pero era un buen médico. De los que siempre ponen por delante el Juramento Hipocrático. Y se pusieron en camino. Juanín lo sostuvo del brazo, no se fuera a resbalar, don Luis era ya viejo, pensaba el niño que tanto como su abuelo. El médico sonrió agradecido y encendió su linterna. Juanín miró hacia atrás y creyó ver como el monstruo los acechaba agazapado entre las sombras. Un trecho más hacia la casa y llegaron con las primeras nubes deshilachadas.
Entraron en el saloncito, empapados. La madre estaba junto a la cuna. Los hermanos alrededor con los ojitos muy abiertos. Padre faltaba, no había vuelto del campo todavía; de seguro le pilló la tronada y se había tenido que refugiar en la majada con las ovejas.
El médico preguntó por el niño enfermo. Tras el telón se olía el tufo de la enfermedad. Que la madre intentó evitar esparciendo agua de colonia. El médico la miró sin reparos. Estaba acostumbrado, y era natural que fuera así. La mujer sacó con prisas la bacinilla. El médico reparó en lo vomitado. Se acarició la frente y se secó el sudor. Sabía que no había nada que hacer. Tarde o temprano el niño se le iría de las manos, uno más en estos tiempos de hambre y de miserias.
María mandó fuera a los niños. Los pequeños se acunaban sentados al abrigo de la vela. Se miraban en silencio. El brasero era ya ceniza recalentada.
El médico salió del cuartito: serio, resignado, agotado.
Garabateó una receta. Y la dejó con cuidado sobre la mesa.
—Dale esto cada ocho horas. Mañana, de temprano, pasaré para ver cómo sigue.
La madre lo miró con esperanza. Don Luis curaría a su niño. Y le acompañó solícita hacia la calle. Su marido no acababa de llegar. Estaba oscuro, como el alma cuando se ve acorralada por los temores más profundos. Volvió a mirar. La calleja aparecía solitaria. Un pájaro atrevido se coló por el agujero de la torre del reloj. Pronto tendría que clarear, las nubes parecían encogidas en la distancia.
La madre mandó a Juanín con el encargo a la farmacia y volvió junto a la cuna. Mandó a los otros niños que merendaran y se fueran a jugar. La abuela no había podido venir con tan mal tiempo. Sacaron del cajón de la mesita el tablero con los dados y las fichas. La partida acababa de empezar.
Ya regresaban los hombres del campo, pensando en el plato de sopa caliente y un buen brasero al que arrimarse. El padre guardó las bestias en la cuadra y, rendido de
cansancio, se dejó caer en una silla. Los niños le dejaron en paz. Inmersos en la paz del juego de la Oca.
—Tenemos al niño malo— dijo la madre.
Se puso en pie con pesadumbre y fue a ver al chiquillo. La fiebre le recorría la frente empapando la almohada.
El padre preguntó por Juanín.
—Lo mandé a la botica, por el encargo. Seguro que el niño mejora muy pronto.
Empezó de nuevo a llover. Era un parar y comenzar, como la vida.
Afuera, un río turbio embarraba los umbrales. El agua se colaba por las viejas tejavanas y los niños llenaron el suelo de cacharros. Corrían de acá para allá cambiando los botes y tirando el agua sucia sobre la acera. El padre sacaba a paletadas la lluvia de la cuadra y miraba nervioso hacia la esquina, deseando que apareciera Juanín. Estaba tardando demasiado.
Al nuevo boticario le costaba leer la letra menuda y desvaída del médico y no entendía la receta con las instrucciones para preparar los sellos.
—Necesito la lupa o las gafas de aumentar—, le dijo al niño.
En la cuna, al último gemido le nacieron alas.
Bajo el parpadeo de los faroles el padre le vio llegar, calado hasta los huesos. Corrió hacia él para cubrirle. Abrazándole con fuerza.
Tanta gente en su casa a esas horas extrañó a Juanín: tía Anastasia, la señora Felisa, las hermanas de su madre… ¿Qué hacían todas allí, con la mala tarde noche que hacía? Las encontró raras, como si le miraran con lástima. Comenzaron a abrazarle y acariciarle, llenándole de babas la cara.
Dejó sobre la mesa de la cocina el bote de la farmacia y reparó en un pollo que acababan de desplumar. Su madre se sonaba la nariz y se limpiaba los ojos con un
pañuelo. La abuela aventaba los carbones de la cocina con sus haldas y colocaba encima la perola del café.
— ¡Pobre hijo, míralo cómo viene! ¡María, dale al niño ropa seca y que se mude en seguida! No sea que coja una pulmonía también.
Habían colocado braseros por toda la casa y quemado oréganos y tomillos. A Juanín le fue entrando el sopor y se quedó dormido. Su padre lo acostó con sus hermanos. Dormían todos muy juntos, abrazados, soñando pesadillas sobre el mismo colchón.
Trajeron sillas para el velorio de casa de doña Antonia, la maestra, y las arrimaron a las paredes. Como les parecía que no había suficientes para todos, fueron a por más a casa de la señora Raimunda, la de la tienda de variedades.
Pasada la media noche vino el señor José, el carpintero, a tomar las medidas. Salió enjugándose las lágrimas, y eso que era grandote como un roble. No le importaba llorar, todos lo hacían sin tapujos. El cielo les había arrebatado un nuevo angelito.
Los ruidos despertaron a los niños muy temprano. Había mucha gente trajinando por la casa. Pepita, la de la Tahona, les puso el desayuno.
Su abuela los mandó a la huerta del tío Venancio, a buscar naranjas para la ensalada y les advirtió que no volvieran hasta la hora del almuerzo.
En dos mesas corridas, colocadas en el salón para que cupiera tanta gente, estaban sentados sus padres y sus abuelos y sus tíos—, aunque hacía mucho tiempo que estaban reñidos y no se hablaban. Habían venido hasta los primos de la capital en el coche de línea. Y el tío rico, el que viniera de América, se presentó con una corona llena de cintas doradas, y un buen montón de pastelillos que había mandado encargar.
La mesa estaba puesta como Juanín nunca antes la viera. Había de sobra para todos: panes enormes, una gran cazuela de lentejas, un lebrillo de barro lleno de pollo con almendras, y otro, a rebosar, de cerdo guisado, además de quesos y embutidos. Juanín se preguntó qué sería lo que celebraban y por qué todos comían tan serios y tan callados.
Sobre las cuatro de la tarde, las mujeres colocaron a Rafael encima de una sábana, sobre la mesa, y lo cubrieron con pétalos de rosa. Nunca su hermano se había estado tan quieto. Estaba muy bonito y sin querer sintió algo de envidia al ver como todos lo besaban, lo acariciaban y le ponían un ramito de flores entre los deditos. Abrieron la puerta de par en par y entró el señor cura, vestido con sotana y sobrepelliz, acompañado de dos monaguillos. Los muchachos le hicieron un guiño. Solían jugar juntos. Salió en busca de sus amigos, para enseñarles orgulloso lo guapo que estaba su hermano.
El gentío se arremolinaba en la puerta. Por la calle abajo venía el señor José. Sobre su hombro cargaba un pequeño cajón, pintado de blanco con una crucecita sobre la tapa. Entró en la casa y los niños le siguieron. El carpintero le entregó la cajita a su padre.
Entre dos mujeres metieron dentro a Rafael y cerraron la tapa.
Aquel no era un buen escondite, porque le había visto todo el mundo. Le pillarían enseguida. ¡Pero como era tan pequeñito, había que perdonárselo!
El padre cogió la caja lleno de rabia y salió de la casa. Era su primer hijo en adelantarle el camino. Furioso pensó que no debería ser así.
En la calle se hizo el silencio. Nadie osaba ni siquiera rezar. A grandes zancadas tomó calle arriba. El cura, con los dos monaguillos llevando una cruz y todos los
vecinos detrás, se apresuraron tras él. Su abuela y su madre se estaban quedando rezagadas.
Juanín y sus amigos echaron a correr para adelantar al cortejo, pero les costó mucho alcanzar a su padre. Querían estar los primeros para cuando abrieran la tapa. Y entonces le dirían, ¡cucú! Y Rafaelito contestaría ¡tras, tras!, y volverían a casa para comerse el pan con chocolate. Hoy era un día de fiesta y había que celebrarlo.
Pasaron por delante de la iglesia y, aunque ya había gente esperando para la misa, su padre no se detuvo.
Juanín reconoció el camino que llevaban. Salían del pueblo, camino del valle. Acostumbraban a sacar por allí al ganado para pastar. Se encontraron con el vecero que traía de recogida a las cabras; el hombre apartó a los animales y, quitándose la gorra, se santiguó.
La gran verja de lanzas tenía las puertas abiertas y su padre la traspasó decidido. Ni siquiera el viento y la lluvia podrían detenerlo. La comitiva le siguió hasta el lugarcito donde crecían las flores—, a menudo las mujeres y los niños las plantaban para alegrar el recinto de tanta soledad—, y se fue arremolinando alrededor de un hoyo que habían cavado en el suelo. Hicieron un pasillo por el que entraron la madre y la abuela llorando. Las mujeres nada veían, a punto de desmayarse de dolor. Sostenidas por varias parientes lograron afrontar el duelo. Juanín seguía sin comprender el porqué de tanto llanto. Él siempre creía que todo lo bueno estaría por llegar.
De repente entonaron un cántico muy triste y el señor cura comenzó a salpicar agua por todas partes.
Juanín se asomó entre la gente, y pudo ver como unos hombres pasaban unas cuerdas bajo la caja y la bajaban al fondo del hoyo.
El juego se alargaba demasiado. Si seguían así, su hermanito se iba a asustar.
— ¿Qué están haciendo, papá? —le preguntó lloroso—. ¿Por qué no sacas ya a mi hermano? Su padre lo atrajo hacia él y lo abrazó con torpeza. Le hubiera gustado ser un inocente como Juanín.
La primera paletada de tierra sobre la cajita le hizo comprender muchas cosas. Cosas que nunca nadie le diría para no asustarlo. La rabia encendió su pecho y salió corriendo. Arrancó las piedras del suelo mojadas y las lanzó hacia el cielo. Llovían piedras sobre la tierra. La gente huía asustada. El niño arremetía a pedradas contra todos ellos. Juanín no paraba de llorar. Les gritaba que le había engañado. Odió a su padre por cobarde y buscó entre el gentío a su madre, y la tomó con dulzura de la mano. De repente le había llegado la cordura. Y dijo:
El monstruo de la oscuridad ha venido para llevarse a mi hermano.
Juanín se secó las lágrimas y, con los puños embarrados, se enfrentó al miedo.