lunes, 4 de enero de 2021


El viejo ferroviario. Relato perteneciente a la antología (Al son de la lluvia) 

XI.       El viejo ferroviario

 

El convoy avanza entre bandazos suaves y trompicones, con la ternura algo torpe de una madre primeriza. Me reconforta esa luz tenue del interior del vagón, los sonidos atenuados que llegan desde afuera: toc, toc, toc, toc, con el ritmo de un corazón cansado. Así lo siento yo, aunque quizás se deba a toda una vida trabajando en el ferrocarril.

En este viaje soy un viajero más, de los que la vida ha llevado del pueblo a la ciudad. El Cercanías se ha detenido en un apeadero para dejar paso a un tren de mercancías. Casi sin avisar, se pone en marcha, y la inercia del movimiento me arrastra hasta rozar las pantorrillas de la joven sentada a mi lado. La mujer me mira disgustada, haciendo un mohín de desprecio con esos labios pintados de rojo que parecen reírse de este pobre viejo. Me disculpo por educación, aunque no haya tenido culpa ninguna. Sin poderlo remediar, siento cómo por la pechera de la camisa comienzan a extendérseme unas manchas de sudor.

Fuera del vagón hace sol. Es un día invernal de los que animan a dar un paseo fuera de casa, pero dentro del compartimento empiezo a tener tanto calor que parece que el propio sol hubiese atravesado el cristal y se agarrase a mi espalda. El vidrio de la ventanilla está frío y apoyo sobre él la frente. Relajo el mentón y me acaricio las mejillas con el mismo gesto cotidiano que utilizo para afeitarme a cuchilla. Entonces me digo: «qué viejo estás ya, Eugenio», y me veo la doble papada reflejada en el cristal. Miro con los ojos achicados por la luz el paisaje que pasa por la ventanilla con la prisa del viento de marzo, como si mis pupilas se escondieran ante el peso inaplazable de los días que quedan por llegar.

Con mucho trabajo, consigo quitarme la chaqueta. La señora del asiento de al lado sigue molesta con mi gordura. Anda que… el tren es un medio de transporte público, si quería intimidad, que hubiera cogido un taxi. Parece que la gente no está nunca conforme.

             Para fortuna de ambos se baja en la primera estación. Toma tierra como una golondrina después de un largo viaje, para perderse entre las calles aledañas a la vía con un sonoro taconeo. ¿Lo ve, señora? No había por qué agobiarse tanto, si era solo una parada…

            El tren tarda en arrancar, debe de haber alguna puerta que no cierra bien. Estas puertas automáticas… Los trenes ya no son lo que eran, ahora se manejan casi solos y no hace falta tanto personal: un solo maquinista se encarga de todo y, si pasa algo y deja de pisar el hombre muerto, el tren se detiene por seguridad.

Muertos vamos estando nosotros, Eugenio. ¿Recuerdas aquella estación chiquitita, con su reloj pintado de verde, la campanilla y la marquesina para la lluvia?

            ¿Cómo no me voy a acordar, si era mi estación? Entonces era mucho más joven, tenía una buena mata de pelo en la cabeza, fuerza en los brazos y ánimo y ganas de vivir en el corazón. La de veces que te habrán llorado los ojos con la carbonilla del penacho de humo azulado de la locomotora. Muchacho, parecía que estabas dentro de una nube espesa, y cuando lograbas salir te reías como un crío con tres perras gordas en el bolsillo del pantalón, para ir a gastarlas cuanto antes en golosinas.

            ¡Qué juerga nos traíamos entonces!

¡Las gallinas! Parece que fue ayer cuando aquella mañana invadieron como hordas aladas los vagones del tren correo que estaba parado en la estación, dando cortos vuelos sobre las cabezas de los asombrados pasajeros y picoteando las migajas y los papeles del suelo de la cafetería. Por las prisas, los de la granja habían cerrado mal las jaulas del tren de mercancías que las transportaba. La que se montó fue buena.

            El pobre señor Domingo, el jefe de estación, se descoyuntaba tocando la campanilla, pero nada, que el tren no salía. Nos tuvieron que llamar a todo el personal de la estación para que las echáramos abajo. Mas de una salió mal parada y esa noche hubo sopa de caldo con fideos y gallina en pepitoria de cena para todos los compañeros de la estación. «¡Menos mal que no eran ponedoras!», se consolaba el dueño, mientras se chupaba los dedos con el guiso de Emiliana, la de la fonda. «Pero coma usted, Domingo, y no se preocupe, si solo son cuatro gallinas…».

Qué buena persona era el señor Domingo, que en paz descanse, las que nos habrá aguantado. Como aquella vez que había que transportar unos ataúdes en el Lusitania de madrugada y los dejaron toda la noche apoyados contra la pared.

—Señor Domingo, con este no podemos. Ni que fuera de madera de cedro…

—Cómo no se va a poder, ¡quítense de ahí! —Al intentar moverlo, se abrió la tapa del féretro y el hombre se quedó tan blanco como la pared—. Señores, señores, se lo pido por Dios, no me gasten estas bromas—. Y es que el «Neila», que era delgaducho y pálido, se había metido dentro de la caja.

Esas cosas ya no pasan.  Por no pasar, ya casi no pasa ni el revisor. Ahora solo lo hacen de higos a brevas, en pareja, como la guardia civil. Los veo a veces tras los muchachos que cruzan de un vagón a otro para no pagar billete. Los muy espabilados consiguen accionar el pulsador y salir del tren en la parada antes de que los pillen. ¡Hay que ver cómo corren por las escaleras eléctricas los muy tunantes! Más rápidos que el humo…

Ahora ya no se puede fumar en los trenes. Yo hace tiempo que lo dejé, bueno, me lo quitó el médico, aunque llevo la petaca vacía como recuerdo en el bolsillo interior de la chaqueta: eso no me lo pueden prohibir. Cuando viajaba con mi mujer, me salía al pasillo y abría la ventanilla. Tampoco se puede ya ni una cosa ni la otra. Después inventaron los vagones para fumadores y a ella le sacaba billete en los que no se podía fumar. Viajábamos separados, y al llegar a destino jugábamos a encontrarnos por casualidad, como dos tontorrones enamorados. Hasta en mi propia casa me decía: «¡Eugenio, o tiras el cigarro o te vas a la terraza!». Y claro, no me quedaba más remedio que salir a pasar frío, con la que estuviera cayendo. Pero hay que ver cómo es la vida: ella, que ni fumaba ni bebía, se me fue ya hace mucho tiempo…

 En este tren a veces pasa Arturo, un revisor al que le queda poco para jubilarse. Siempre se sienta a charlar un ratito conmigo en el asiento de al lado. Nos gusta hablar de cómo era antes el servicio, y yo siempre termino hablándole de aquella pequeña estación y sus pabellones para empleados, que cerraron un mal día porque dijeron que no era rentable. Pero él quiere que le cuente lo de las gallinas, ¡cómo se ríe el compañero con mis anécdotas! 

 

—¡Cuidado con las gallinas, don Eugenio! —me grita muchas veces al ayudarme a bajar en mi estación.

—¡Ah, las gallinas!...

Pero esta vez no voy a necesitar su ayuda. Hay otro tren que me espera.

 

 

—Ana, termina tú este coche, que yo voy a ayudar a un viajero a bajarse en la próxima…

—Arturo, ¿qué pasa? Vienes pálido.

—No… no encuentro al señor Eugenio, ¡y te juro que lo he visto subirse! Es el compañero jubilado al que ayudo a bajarse todas las mañanas. El hombre sale del asilo y hace este recorrido de ida y vuelta para pasar el rato, pero siempre se baja aquí, siempre. Qué raro, nunca sale de esta línea…

 

Arturo ya se ha jubilado, y recorre las vías en busca de Eugenio. Lástima que no le ha vuelto a ver en el Cercanía. Se pregunta si su compañero consiguió su objetivo. Ojalá que su alma viajera haya encontrado ese tren que para siempre en aquella estación tan pequeñita.


2 comentarios:

  1. Hermoso relato. Tiene una ternura extraordinaria t con la sencillez de una simple conversación. Esa es la gran virtud, literatura de los cotidiano.

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