El viejo ferroviario. Relato perteneciente a la antología (Al son de la lluvia)
XI. El viejo ferroviario
El
convoy avanza entre bandazos suaves y trompicones, con la ternura algo torpe de
una madre primeriza. Me reconforta esa luz tenue del interior del vagón, los
sonidos atenuados que llegan desde afuera: toc, toc, toc, toc, con el ritmo de
un corazón cansado. Así lo siento yo, aunque quizás se deba a toda una vida
trabajando en el ferrocarril.
En
este viaje soy un viajero más, de los que la vida ha llevado del pueblo a la
ciudad. El Cercanías se ha detenido en un apeadero para dejar paso a un tren de
mercancías. Casi sin avisar, se pone en marcha, y la inercia del movimiento me
arrastra hasta rozar las pantorrillas de la joven sentada a mi lado. La mujer
me mira disgustada, haciendo un mohín de desprecio con esos labios pintados de
rojo que parecen reírse de este pobre viejo. Me disculpo por educación, aunque
no haya tenido culpa ninguna. Sin poderlo remediar, siento cómo por la pechera
de la camisa comienzan a extendérseme unas manchas de sudor.
Fuera
del vagón hace sol. Es un día invernal de los que animan a dar un paseo fuera
de casa, pero dentro del compartimento empiezo a tener tanto calor que parece
que el propio sol hubiese atravesado el cristal y se agarrase a mi espalda. El
vidrio de la ventanilla está frío y apoyo sobre él la frente. Relajo el mentón
y me acaricio las mejillas con el mismo gesto cotidiano que utilizo para
afeitarme a cuchilla. Entonces me digo: «qué viejo estás ya, Eugenio», y me veo
la doble papada reflejada en el cristal. Miro con los ojos achicados por la luz
el paisaje que pasa por la ventanilla con la prisa del viento de marzo, como si
mis pupilas se escondieran ante el peso inaplazable de los días que quedan por
llegar.
Con
mucho trabajo, consigo quitarme la chaqueta. La señora del asiento de al lado
sigue molesta con mi gordura. Anda que… el tren es un medio de transporte
público, si quería intimidad, que hubiera cogido un taxi. Parece que la gente
no está nunca conforme.
Para fortuna de ambos se baja en la primera
estación. Toma tierra como una golondrina después de un largo viaje, para
perderse entre las calles aledañas a la vía con un sonoro taconeo. ¿Lo ve,
señora? No había por qué agobiarse tanto, si era solo una parada…
El
tren tarda en arrancar, debe de haber alguna puerta que no cierra bien. Estas
puertas automáticas… Los trenes ya no son lo que eran, ahora se manejan casi
solos y no hace falta tanto personal: un solo maquinista se encarga de todo y,
si pasa algo y deja de pisar el hombre muerto, el tren se detiene por
seguridad.
Muertos
vamos estando nosotros, Eugenio. ¿Recuerdas aquella estación chiquitita, con su
reloj pintado de verde, la campanilla y la marquesina para la lluvia?
¿Cómo
no me voy a acordar, si era mi estación? Entonces era mucho más joven, tenía
una buena mata de pelo en la cabeza, fuerza en los brazos y ánimo y ganas de
vivir en el corazón. La de veces que te habrán llorado los ojos con la
carbonilla del penacho de humo azulado de la locomotora. Muchacho, parecía que
estabas dentro de una nube espesa, y cuando lograbas salir te reías como un
crío con tres perras gordas en el bolsillo del pantalón, para ir a gastarlas
cuanto antes en golosinas.
¡Qué
juerga nos traíamos entonces!
¡Las
gallinas! Parece que fue ayer cuando aquella mañana invadieron como hordas
aladas los vagones del tren correo que estaba parado en la estación, dando
cortos vuelos sobre las cabezas de los asombrados pasajeros y picoteando las
migajas y los papeles del suelo de la cafetería. Por las prisas, los de la
granja habían cerrado mal las jaulas del tren de mercancías que las
transportaba. La que se montó fue buena.
El
pobre señor Domingo, el jefe de estación, se descoyuntaba tocando la
campanilla, pero nada, que el tren no salía. Nos tuvieron que llamar a todo el
personal de la estación para que las echáramos abajo. Mas de una salió mal
parada y esa noche hubo sopa de caldo con fideos y gallina en pepitoria de cena
para todos los compañeros de la estación. «¡Menos mal que no eran ponedoras!»,
se consolaba el dueño, mientras se chupaba los dedos con el guiso de Emiliana,
la de la fonda. «Pero coma usted, Domingo, y no se preocupe, si solo son cuatro
gallinas…».
Qué
buena persona era el señor Domingo, que en paz descanse, las que nos habrá
aguantado. Como aquella vez que había que transportar unos ataúdes en el
Lusitania de madrugada y los dejaron toda la noche apoyados contra la pared.
—Señor
Domingo, con este no podemos. Ni que fuera de madera de cedro…
—Cómo
no se va a poder, ¡quítense de ahí! —Al intentar moverlo, se abrió la tapa del
féretro y el hombre se quedó tan blanco como la pared—. Señores, señores, se lo
pido por Dios, no me gasten estas bromas—. Y es que el «Neila», que era
delgaducho y pálido, se había metido dentro de la caja.
Esas
cosas ya no pasan. Por no pasar, ya casi
no pasa ni el revisor. Ahora solo lo hacen de higos a brevas, en pareja, como
la guardia civil. Los veo a veces tras los muchachos que cruzan de un vagón a
otro para no pagar billete. Los muy espabilados consiguen accionar el pulsador
y salir del tren en la parada antes de que los pillen. ¡Hay que ver cómo corren
por las escaleras eléctricas los muy tunantes! Más rápidos que el humo…
Ahora
ya no se puede fumar en los trenes. Yo hace tiempo que lo dejé, bueno, me lo
quitó el médico, aunque llevo la petaca vacía como recuerdo en el bolsillo
interior de la chaqueta: eso no me lo pueden prohibir. Cuando viajaba con mi
mujer, me salía al pasillo y abría la ventanilla. Tampoco se puede ya ni una
cosa ni la otra. Después inventaron los vagones para fumadores y a ella le
sacaba billete en los que no se podía fumar. Viajábamos separados, y al llegar a
destino jugábamos a encontrarnos por casualidad, como dos tontorrones
enamorados. Hasta en mi propia casa me decía: «¡Eugenio, o tiras el cigarro o
te vas a la terraza!». Y claro, no me quedaba más remedio que salir a pasar
frío, con la que estuviera cayendo. Pero hay que ver cómo es la vida: ella, que
ni fumaba ni bebía, se me fue ya hace mucho tiempo…
En este tren a veces pasa Arturo, un revisor
al que le queda poco para jubilarse. Siempre se sienta a charlar un ratito
conmigo en el asiento de al lado. Nos gusta hablar de cómo era antes el
servicio, y yo siempre termino hablándole de aquella pequeña estación y sus
pabellones para empleados, que cerraron un mal día porque dijeron que no era
rentable. Pero él quiere que le cuente lo de las gallinas, ¡cómo se ríe el
compañero con mis anécdotas!
—¡Cuidado
con las gallinas, don Eugenio! —me grita muchas veces al ayudarme a bajar en mi
estación.
—¡Ah,
las gallinas!...
Pero
esta vez no voy a necesitar su ayuda. Hay otro tren que me espera.
—Ana, termina
tú este coche, que yo voy a ayudar a un viajero a bajarse en la próxima…
—Arturo,
¿qué pasa? Vienes pálido.
—No…
no encuentro al señor Eugenio, ¡y te juro que lo he visto subirse! Es el
compañero jubilado al que ayudo a bajarse todas las mañanas. El hombre sale del
asilo y hace este recorrido de ida y vuelta para pasar el rato, pero siempre se
baja aquí, siempre. Qué raro, nunca sale de esta línea…
Arturo
ya se ha jubilado, y recorre las vías en busca de Eugenio. Lástima que no le ha
vuelto a ver en el Cercanía. Se pregunta si su compañero consiguió su objetivo.
Ojalá que su alma viajera haya encontrado ese tren que para siempre en aquella
estación tan pequeñita.
Hermoso relato. Tiene una ternura extraordinaria t con la sencillez de una simple conversación. Esa es la gran virtud, literatura de los cotidiano.
ResponderEliminarMaravilloso relato,tan tierno y elegante
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